¿En el barrio alto no hay narcotráfico?

Los medios de comunicación constantemente difunden la imagen asociativa entre poblaciones populares y narcotráfico, lo que también ocurre con el consumo de alcohol. Hoy la idea se refiere a la supuesta ayuda que bandas delictuales estarían entregando en las comunas pobres de la capital y otras grandes ciudades, situación que alarmaría a la autoridades y a la elite que domina el país. Es una estrategia comunicacional destinada a desviar la atención del fracaso del modelo y la evidente incapacidad del gobierno para contener la epidemia y atenuar sus efectos. Pero, sobre todo, se busca imponer una visión deformada que señala a una población incapaz de diferenciar entre el bien y el mal y con falta de límites éticos a la hora de sobrevivir, por lo tanto, fácil presa y, a la vez, cómplice del narcotráfico. Así, un problema de fondo se comprime con la criminalización de quienes protestan. No es nuevo, hace años atrás un oscuro subsecretario del Interior de Bachelet redujo el complejo conflicto mapuche a la presencia de ladrones de madera. En el caso del narcotráfico, es la típica idea clasista que adjudica a los pobres incapacidad para pensar por sí mismos por un bajo desarrollo intelectual, vale decir, ciudadanos de segunda categoría. Al mismo tiempo, despoja al Estado de su responsabilidad frente al aumento de la drogadicción en el país y, por lo tanto, del incremento del narcotráfico, más allá, de que descalifica la eficacia profesional de la policía, la que, según tal hipótesis, estaría sobrepasada por bandas de delincuentes, imposible de reducir. Nadie puede desconocer que la pobreza y la exclusión han generado fuertes vacíos existenciales y aumento de ciclos depresivos que encuentra un escape en el consumo, el que a la vez, retroalimenta un extendido microtráfico que inclusive adquiere carácter de subcultura, pero aquello no fue engendrado por el espíritu santo. Es la secuela de un sistema social que divide el país entre una amplia mayoría de marginados de sus bondades, junto a un pequeño grupo de privilegiados que lo defiende a ultranza para conservar sus regalías y quienes, precisamente, son los que se escandalizan con el problema y alzan la voz sin asumir responsabilidad alguna.

La discriminatoria visión que tiene la elite para analizar el tema de las drogas y el alcohol en el país, como en todas las cosas, no los hace asumir su propia realidad, ya que nunca se menciona el alto consumo de drogas que existe en el sector alto de la pirámide social. ¿Alguien podría asegurar que en el mundo de los empresarios, altos ejecutivos bancarios, directivos de grandes compañías, así como, en el comercio mayor, en la administración del Estado, entre profesionales mineros, miembros de los medios de comunicación, sobre todo la televisión, académicos universitarios o estrellas del espectáculo y del deporte, no se consume drogas? ¿Y quién los abastece? No son monjas seguidoras de Sor Teresa de Calculta. Ciertamente, las secuelas de la cocaína o el pastillaje, pueden ocultarse, pero los ácidos de la pasta base, alejan las ansias de ingerir alimentos y tiene un efecto desastroso, pero el efecto social en ambos casos es el mismo, aunque se mire para el lado.

La elite ignora que el pueblo aprovecha la larga experiencia que obtuvo durante la dictadura y renacen ollas comunes o “comprando juntos”, no necesita de un narcotraficante para sobrevivir y luchar.